En agosto de 2016 completé un año viviendo en Lyon. Fue la fecha perfecta para mirar hacia atrás y reflexionar sobre lo que significa vivir en un país extranjero, alejado de tus afectos.
Catalina titubea. Lo piensa dos veces, tres quizás, hasta que se anima a mover un pie. Luego el otro. Lo hace así, temerosa, pero con una pequeña sonrisa que va creciendo en la medida en que se acerca a mi hermana, quien la espera con los brazos abiertos y un celular en la mano con el que graba este día mágico.
Catalina, mi sobrina, tiene poco más de un año y por fin se lanza a caminar. Dan ganas de abrir los brazos para recibirla mil veces, pero no se puede. Su proeza me llega por Whatsapp en un pequeño video de 15 segundos que veo 10 veces sin parar acostado en mi cama antes de dormirme en mi pieza en Lyon.
Ha pasado un año desde que la vi por última vez. A ella, a Felipe, a mi hermana, a mis padres y a mis amigos en Chile. Fue el 19 de agosto de 2015. Ha pasado un año y 2 días desde que fui al estadio a ver a la U por última vez también. Y, lógico, a mí que me gustan las fechas y los aniversarios y esas cosas, me dan ganas de mirar para atrás.
Estos primeros 12 meses viviendo aquí han sido de crecimiento, de conocer, de atreverse, de descubrir, de abrir la cabeza. De eso se tratan los viajes, dicen, y este no ha sido diferente.
Cuando uno parte a vivir afuera por un tiempo más o menos largo –digamos más de 6 meses– al entusiasmo, ganas de conocer cosas nuevas y algo de ansiedad se suma también un poco de culpa. Sabes que irse a vivir afuera, por el motivo que sea, tiene algo de egoísmo. Eres tú quien toma la decisión y no los demás de que no se verán por un largo tiempo.
A mí me pasó. Sin verbalizarlo, no dejas de pensar de que algo hay de eso. Sabes que te perderás fechas importantes, que no estarás ahí para Navidad y Año Nuevo, que tus sobrinos van a crecer y convertirse en otras personas y quién sabe cuántas cosas más.
Fue así como me perdí, por ejemplo, el funeral de mi abuelo. Estaba en París, a minutos de tomar un tren de regreso a Lyon, cuando me llegó el mensaje de que había fallecido. Sólo pude escribirle unas líneas de despedida en mi computador en los 500 kilómetros que separan a ambas ciudades mientras los demás pasajeros me miraban sin entender por qué me corrían sin parar las lágrimas frente al teclado.
El cumple de mi papá lo vi por FaceTime, el Día de la Madre fue por teléfono y los abrazos de Año Nuevo fueron virtuales y a las 7 de la tarde. Pero exceptuando estos momentos que dentro del todo son bien esperables, no puedo estar más contento de haber tomado la decisión correcta. O, como dicen los franceses, la buena decisión.
Estos primeros 12 meses viviendo aquí han sido de crecimiento, de conocer, de atreverse, de descubrir, de abrir la cabeza. De eso se tratan los viajes, dicen, y este no ha sido diferente.
Estoy feliz en Francia. Estoy feliz en Lyon. El ritmo de vida me acomoda, la manera de ser de los franceses –creo que ya he escrito de eso– me resulta amable y cuento las horas y los días para poder mostrar y contar en persona todo lo vivido.
Sin ir más lejos, mi madre aterrizará en París en un par de semanas más y se nos harán cortos los días para mostrarle las orillas del Rhône, hacer picnics en el parque, comer quesos maduros y tomar vinos rosados, andar en tranvías con aire acondicionado y trenes de alta velocidad, comprar baguettes en la panadería de la esquina, ir a ver películas al Comoedia y recorrer las ciudades más cercanas.
Qué ganas de recorrer Lyon 2 para mostrarle las salas en las que aprendí –o traté de aprender– a conjugar los verbos en francés, llevarla a la biblioteca con sus mesones enormes, presentarle a toda la gente espectacular que he conocido o mostrarle lo buena onda que son quienes sirven la comida en el Restaurante Universitario.
Qué ganas de mostrarle a mi papá la modernidad del flamante estadio del Olympique Lyonnais, de recorrer con mi hermana las librerías y tienditas de la Croix Rousse mientras comemos crêpes, o de que la tía Sol pudiera oler las plantas y mirar de cerca los árboles del Jardín Botánico. Podríamos también ir al teatro –mejor, a la ópera–, subir a la Fourvière para ver la ciudad desde lo alto y luego almorzar en el Vieux Lyon. Pasear en las bicicletas públicas, jugar con mis sobrinos en las plazas de barrio, mostrarle a Felipe los trenes en la Part Dieu y luego explicarle por qué en la Guillotière hay negros, árabes y chinos y todos viven juntos.
Podríamos tomarle fotos a los graffitis y stencils que cambian cada semana en los muros de algunos barrios, tomar una cerveza en el pasto mirando cómo camina la gente y tirarle comida a los cisnes de los ríos y los patos de los parques. Otra idea es vitrinear por la Rue de la République hasta llegar al Museo de Bellas Artes en la Place des Terreaux, o bien ir a una de las tantas ferias, probar las empanadas chilenas del Señor Carlos y acompañarlas con aceitunas, quesos de cabra, jugos bio y unos duraznos ricos que llegan de España. O por qué mejor no sólo pasear viendo los balcones de los segundos pisos, encontrar jardines compartidos, intentar aprenderse las reglas del petanque y ver los trucos de los skaters junto al puente.
Es paradojal. Dan ganas de amanecer con los Andes asomándose por la ventana y desayunar pan con palta, pero por otro lado dan ganas de traérselos a todos acá por algunos días para caminar y caminar y pestañear lo menos posible.
Tomo fotos, grabo videos, llamo por Skype, envío postales y escribo en el blog para compartir con los que quiero, pero también para no olvidar. Sé que más temprano que tarde tendré que volver a la realidad. Que no se puede vivir toda la vida de los ahorros y que la vida no es una tranquila comedia francesa sin antagonistas ni villanos. Pero hoy solo escribo para decir que cumplo un año viviendo en Francia y que ha sido tan maravilloso como se escucha.
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