A comienzos de 2017, viví por primera vez en la capital británica. Esos poco más de 100 días tuvieron nada de glamour y mucho de mirar el calendario intentando que los días pasaran rápido. Este es el correo que envié a mi familia a pocas horas de regresar a Santiago.
Apenas puse un pie fuera de St. Pancras, la estación a la que llega el tren que une París y Londres en dos horas y media cruzando el Canal de la Mancha, la lluvia comenzó a caer. El cielo gris y amenazante es lo primero que había visto luego de largos kilómetros de túnel. Es la bienvenida que te da el Reino Unido, que te anuncia que las postales del Big Ben con un hermoso cielo azul de fondo son solo eso, postales.
Pero qué más da. Ya estaba en Londres. Yo, mis dos maletas y mi mochila. Los cuatro bajo la lluvia avanzando lo más rápidamente posible entre un mar de gente con más bolsos y más maletas.
Pero caminar rápido por Londres no es fácil. Es una utopía en los alrededores de las estaciones de trenes y los aeropuertos, en las calles que rodean al Támesis y al Parlamento, lo mismo frente a Buckingham Palace y los parques. Para qué decir en Oxford Street o Piccadilly Circus. Y no hablemos del metro, a prácticamente cualquier hora del día.
Londres es una ciudad llena de gente y a la que cada día llega más. Y ese día de fines de enero yo era uno de ellos, una más de esas hormigas buscando el hostal que había reservado para pasar esa primera semana tras un año y medio viviendo en la cómoda, amable, pequeña y a estas alturas entrañable Lyon.
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Los primeros días en Londres fueron como todos los aterrizajes en un nuevo país, acostumbrándose a distinguir las monedas y billetes, a hacer conversiones mentales de libras a euros, a preguntar en inglés y no en francés, a acordarse cómo funcionaba el metro y la tarjeta de transportes, a memorizar el nuevo número de teléfono, a encontrar nuevas marcas en los supermercados, a reconocer el norte en calles serpenteantes, a convivir con los turistas.

Los primeros días en Londres fueron grises e incómodos, con toda mi vida metida en mis maletas y un pequeño locker con candado. De desconfianza ante los nuevos compañeros de pieza que cambiaban a diario en una habitación chica y con olor a toallas húmedas. De extrañar la cocina de departamento en Lyon, mi cama de Lyon, mi adorada Rue de Marseille, las fotos de Felipe y Catalina en las paredes, mi escritorio grande y luminoso, mi baño grande y con France Inter sonando desde la radio.
Los primeros días en Londres fueron de búsqueda intensa de un lugar para vivir los siguientes cuatro meses. Días de correos, llamados, mensajes y visitas. Jornadas dentro el metro recorriendo barrios que se veían lejanísimos y tratando con tipos que solo buscaban su tajada de la torta, su comisión por el arriendo. De visitar piezas y más piezas, cuál más vieja, con espacios comunes inexistentes y cocinas que no invitaban ni a tostar un pan.
Los primeros días en Londres los miro hoy –dos meses y medio más tarde– con algo de orgullo, pero nada de nostalgia.
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En Londres o estás adentro o estás afuera, pero no hay puntos intermedios. O te mueves como londinense o lo haces como forastero. O caminas con tus audífonos despreocupado del mundo o avanzas con la boca abierta fotografiando buzones, cabinas telefónicas, avisos del metro y los grafitis en las paredes.
Yo he decidido dedicar al menos un día de la semana –sábado o domingo– a ser de los segundos. A olvidarme de que estás atrasado y pensar que es una de las ciudades más fascinantes del mundo. A dejar de mirar la hora en el celular y sacarlo solo para tomar una foto. A caminar lento, a entrar a museos, a tirarme en un parque, a sentarme en alguna parte a ver a la gente pasar, a abrir todos los sentidos y darme cuenta de la suerte que tengo.
A las semanas de haber llegado, cansado de gastar tanta plata en transporte, andar apretado y vivir bajo tierra en el laberinto del metro, decidí comprarme una bicicleta. Desempolvé el casco, las luces, guantes y herramientas que dormían en una de las maletas y me lancé a moverme sobre dos ruedas, siempre pegado a la izquierda.
Fue así también como apareció otra ciudad, más a escala humana. Una ciudad en la que miras a los demás ciclistas como compañeros en esta batalla por cruzar el centro entre buses de dos pisos y turistas que miran para el lado equivocado. Pagué 150 libras por una bicicleta negra y sobria, single-speed y recién ajustada en la tienda de la esquina. Su dueño me vendió un grueso candado y me dijo que me la compraría de vuelta si algún día no la necesitaba más.
A la larga, llego más rápido en bicicleta que en metro y con lo que ahorro me doy pequeños gustos que siento que me he ganado con el pedaleo. El de hoy es un trozo de queque de zanahoria que me mira a un costado del computador en el café desde el que escribo estas líneas.
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Llegué a Londres a hacer la práctica profesional que me pedía el magíster de Lyon 2. Enviando correos a España, Inglaterra y Bélgica, un día recibí la respuesta de un pequeño medio online que estaba interesado en contar conmigo por estos cuatro meses.
Las condiciones eran muy similares a las que ofrecían en otras partes, es decir, no había plata ni siquiera para el transporte. Comenzaban 120 días trabajando ad honorem en una de las ciudades más caras del mundo. Sería mi segunda práctica profesional, 14 años después de la que hice cuando aun no salía de la universidad en Chile.
La idea me gustaba. Debía escribir entrevistas y artículos que luego serían publicadas en inglés y español en la página. Se trataba básicamente de temas de inmigración, derechos humanos, actualidad latinoamericana y Brexit.
El trabajo era desde la casa, ya que el medio no tiene oficinas, y la relación con mi jefa sería básicamente por Skype y mensajes, ya que ella se encuentra por un tiempo en su natal Colombia. Los escasos colegas que colaboraban vivían también en Londres, pero me toparía con ellos solo una vez en que un evento nos llevó a vernos las caras.
Y no me puedo quejar. En estos primeros 75 días de práctica he entrevistado a ingleses, chilenos, argentinos, peruanos, colombianos, ecuatorianos, bolivianos, nicaragüenses, panameños, franceses, cameruneses, venezolanos y mexicanos. He hablado con cineastas, diputados, refugiados, ex detenidos en centros para inmigrantes, sindicalistas, mecánicos, cientistas políticos, filósofos, músicos, profesores, comerciantes, cocineros, estudiantes y activistas por los derechos de las mujeres, los inmigrantes y las minorías étnicas.
He conocido historias de superación que me han estremecido. He conversado con latinos que han cruzado una frontera tras otra de manera ilegal para encontrar un futuro mejor. Tras las conversaciones, ya con más confianza, he podido sacar mi cámara y retratarlos, la mayoría de las veces con una sonrisa en sus rostros.
Ha sido aquí, transcribiendo entrevistas y reporteando en la calle donde me he reencontrado con ese periodismo que sientes que puede hacer una diferencia, que puede hacer un mundo un poquito más justo y amable para todos.
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David es australiano, tiene el pelo largo, usa un morral bien latino y tiene un TOC que lo obliga a revisar mil veces si ha cerrado bien la puerta de su pieza y de la casa. Él es una de las seis personas con las que comparto casa en Londres.
David es novio de Jacinta, quien también es australiana y comparten pieza en el segundo piso. En la habitación de al lado viven María (de Estonia) y Laura (italiana), una pareja unos 23 años que rara vez abren la puerta de su pieza y que se aman de manera bulliciosa.
En el primer piso vive Adrián, un español de mi edad y que también es ciclista, y Fagner, el dueño de casa brasileño que vive en el living. Adrián es callado y muy buena persona. Fagner toma más de la cuenta, escucha música brasileña a todo volumen y grita por teléfono en portugués e inglés.
Los siete nos conocemos y hablamos poco entre nosotros (salvo las dos parejas, claro está). Nos encontramos a veces en la cocina haciendo desayuno o luego en la tarde cuando cada uno regresa de su respectivo trabajo. Salvo por esas excepciones, no podría decir que compartimos mucho más.
Tenemos un grupo de Whatsapp que solo sirve para preguntar quién tiene la aspiradora, quejarse porque hay loza sucia en el lavaplatos o preguntar si alguien ha llegado porque el otro se quedó afuera sin llaves.
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Brixton, el barrio en el que vivo, es una zona llena de vida. Lo primero que se ve al salir de la estación de metro –la última al sur de la línea Victoria– es un enorme mercado de frutas, verduras y demases. Es un barrio de latinos y negros, muchos de ellos jamaiquinos.
Una pareja de peruanos se instala todos los fines de semanas en una de sus calles a vender cebiche, quínoa y otros platos típicos. Más allá hay un par de colombianos con sus enormes bandejas paisas. Comparten con restaurantes y puestos de comida mexicanos, japoneses y caribeños.
Al fondo de una galería, un pequeño restaurant inglés ofrece la comida más grasosa que se puede imaginar. Hay desayuno durante todo el día, con salchichas, huevo, puré, tocino y tostadas fritas, todo servido con una taza de té o café. Cuando logras terminar tu plato, una gruesa capa de aceite te recuerda que no puede venir muy seguido o la próxima vez lo harás en la Unidad Coronaria Móvil.
Es un barrio de pubs, bares y famoso gracias a David Bowie. No llegan tantos turistas como a Camden (donde hay casi tantos franceses dando vuelta como británicos) y a ratos te olvidas que estás en Inglaterra y te dejas llevar por los olores, colores y sonidos latinoamericanos.
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Suzie es francesa, debe tener unos 15 años menos que yo, compartíamos algunos ramos del magíster en Lyon y, al igual que yo, hace su práctica aquí en Londres en un medio que la hace trabajar mayoritariamente desde su casa. Ella comenzó un mes antes que yo y cuando supo que yo vendría a la ciudad, me escribió para encontrarnos acá.
Juntos pasamos al menos cuatro días a la semana. Llegamos por la mañana a trabajar frente a nuestros respectivos computadores en la biblioteca de Camberwell Green, que queda entre Brixton y Elephant & Castle, donde vive ella.

Tras algunas horas, pasado el mediodía, paramos por media hora a almorzar en una pequeña plaza frente a la biblioteca. Un supermercado del barrio ofrece por 3 libras un sándwich, algo para tomar y un pequeño postre o cosa para picar.
Mirando las ardillas y las palomas hablamos en francés de nuestras respectivas prácticas, de nuestras vidas en Francia y en Chile, nuestras entrevistas y reportajes y las bondades y dificultades de la vida esta ciudad.
En un comienzo nos reíamos de los ingleses que al menor asomo de un rayo de sol se tiraban al pasto como si estuvieran en Ibiza. Hoy nos hemos sumado y apenas las nubes se descuidan aprovechamos de tirarnos al sol antes de que desaparezca y vuelva a bajar la temperatura. Está rico hoy, decimos cuando hay más de 12 grados.
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La primera vez que mi madre vino a Londres fue a fines de los años 60. Su idea era quedarse unos 4 años, pero terminó haciéndolo solo por unos 9 meses. Al igual que yo, llegó a la ciudad en enero. Eran tiempos distintos, me imagino, pero muchas otras cosas deben haber cambiado poco y nada.
Yo tengo la suerte de hablar con mi familia siempre que quiero y verlos a través de la pantalla de mi celular. Veo los partidos de la U sagradamente cada fin de semana y todas las mañanas leo los diarios chilenos durante una hora.
La situación es muy distinta a 1991, año en que mis padres, hermana y yo nos vinimos por 5 meses a vivir a Manchester mientras mi padre realizaba su doctorado. En esa época mi tía nos mandaba una vez al mes algunas páginas sueltas del suplemento deportivo de La Tercera, gracias a lo cual nos enterábamos con largas semanas de retraso cómo habían terminado los partidos.
El mundo es cada vez más pequeño y he podido visitar a mis amigos Karla y Micha en su departamento en Belfast, estuve un largo fin de semana en Edimburgo visitando a mi tío Tony y mañana partiré a Exeter, al sur de Inglaterra, a conocer a la familia del primo de mi madre, nombres que llevo escritos en el celular para no olvidar.
En cuatro semanas más estaré de regreso en Lyon, ciudad a la que extraño con toda el alma. Recorreré su parque y las orillas de sus ríos. Volveré a ver a grandes amigos y a probar la inigualable cocina francesa. Recorreré sus pequeñas tiendas y tomaré cervezas disfrutando de la primavera. Y recordaré estos casi cuatro meses en Londres como lo que fueron, nada más ni nada menos, sin nostalgia ni rencores.
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