¿Se puede pasar una semana en un pueblo de 3 mil habitantes y sentir que faltó tiempo para conocerlo todo? En este rincón del Mediterráneo sí es posible. Así es el rincón que acogió a Antonio Machado, cautivó a Matisse y mezcla lo mejor de las culturas catalana y la francesa.
Abrir la ventana y sentir los encantos del mar Mediterráneo que entran por cada rincón. Cerrar los ojos y seguir viendo el azul intenso del cielo, imaginar tonos rojizos en el agua, barcos que cambian de color y destellos de luz que brotan de cada detalle. Lo hizo el célebre pintor francés Henri Matisse y hoy, 110 años más tarde, es posible retomar su método. La postal ocurre en Collioure, al sur de Francia, a minutos de la frontera con España y a tan solo 150 kilómetros de Barcelona.
Aunque hablar de fronteras en este pueblo resulta, al menos, antojadizo. El blanco, azul y rojo de la bandera francesa se confunde con el rojo y amarillo del emblema catalán, cultura que permea los nombres de las calles, los intensos olores que emanan desde las cocinas y el acento de los miles de turistas que cada año llegan a confirmar que los encantos del pueblo no son exageraciones.
Lo primero al llegar es maravillarse con la omnipresente iglesia Nuestra Señora de los Ángeles, coronada por una gran torre que nace donde mueren las olas, imagen inconfundible de Collioure desde hace siglos. Lo segundo es aceptar el desafío de obtener la foto perfecta. Puede ser con bañistas tomando sol o bien dándose la vuelta para incluir en la imagen el Castillo Real, fortaleza del Siglo VII que pasó de reyes españoles a franceses y viceversa.
El mar determina la vida de quienes viven y trabajan en Collioure, pero también de los turistas: parejas de edad, familias con niños pequeños y mujeres en topless, quienes se apoderan de las cinco playas del lugar.
La escena adquiere perspectiva al tomar el pequeño tren turístico de Collioure, el que en 45 minutos remonta colinas y cerros, bordeando las viñas que producen los célebres vinos blanco, rosé y tinto de la zona.
De regreso en el pueblo y con las papilas ya inquietas, es momento de probar las legendarias anchoas que desde 1870 se extraen y producen a metros de la plaza. La empresa Roque, por ejemplo, permite acceder a sus talleres, donde aun se procesan estos manjares de manera artesanal.
La recomendación es degustarlas con vista al mar, escuchando jazz, imitadores de los Beatles y otros números que a diario se presentan de manera gratuita en el borde mar al atardecer.

Si se planifica con tiempo, ideal resulta darse cita en la tercera semana de agosto, cuando se celebran la fiestas de San Vicente, patrono del pueblo. Los cinco días de exultantes festejos se coronan con fuegos artificiales que iluminan aguas que bordean los 20 grados.
Porque, claro, el mar determina la vida de quienes viven y trabajan en Collioure, pero también de los turistas: parejas de edad, familias con niños pequeños y mujeres en topless, quienes se apoderan de las cinco playas del lugar.
Pero también lo hacen los que, premunidos de snórkel y gualetas, nadan entre miles de pequeños peces que no tienen miedo en acercarse hasta la orilla. Algunos metros más adentro, hombres y mujeres impulsan tradicionales barcas catalanas. Con sus largos y pesados remos mantienen vivas antiguas tradiciones de la zona.
El Collioure de los artistas
“Una pasión adictiva por el color”. Así resume la historiadora del arte Anne Carrère la motivación de Henri Matisse, considerado uno de los grandes artistas del Siglo XX junto a Pablo Picasso. Carrère es una experta en la obra del máximo exponente del fovismo, y desde hace décadas lidera visitas guidas por Collioure mostrando los rincones que sedujeron al artista desde su llegada el verano de 1905.
Si bien sus originales cuelgan en colecciones repartidas por todo el mundo, es aquí, con el Mediterráneo como gran lienzo, donde se puede comprender la atracción que el lugar ejerció sobre él y otros grandes como André Derain.
Es hasta Collioure donde llegó también, en enero de 1939, Antonio Machado. Huyendo de la Guerra Civil de su país, el poeta español alcanzó a pasar sus últimas tres semanas de vida en el pueblo, donde hoy descansan sus restos. Un buzón metálico a un costado de su tumba recibe a diario poemas de admiradores, los que en un futuro serán parte de un museo en su honor.
¿Más días?
Si el Castillo Real cuenta la historia de Collioure desde el centro mismo del pueblo, el Fuerte San Telmo (Saint Elme) lo hace desde un cerro con una vista privilegiada. Hasta él se accede en auto o bien caminando 30 minutos con una parada obligada en el antiguo molino que procesaba las aceitunas de la zona.
La historia cuenta que la construcción recibió alguna vez más de 11 mil balazos y bombas durante 22 días consecutivos, los que no fueron suficientes para hacer mella en sus muros de 5 metros de espesor. Recorrer sus pasadizos, colecciones de armas y su comedor con quizás una de las mejores vistas del mundo, resulta un deleite.
Pero Collioure ofrece más. Un buen paseo es caminar o pedalear los 3 kilómetros que la separan de su vecina Port-Vendres, o bien probar los aromáticos quesos, panes artesanales, platos preparados y gran variedad de charcutería que abundan todos los miércoles y domingos en la feria del pueblo. Los más entusiastas derechamente pueden tomar el auto e ir por el día a almorzar a Barcelona, panorama tradicional de un día libre en el lugar.
Quienes no manejan pueden aprovechar los trenes que por un euro transportan a miles de personas por las ciudades de la región Languedoc-Rosellón y los buses que por el mismo precio recorren el departamento de los Pirineos Orientales. ¿Dijimos ya que los días se hacen cortos en Collioure?
* Publicado en Tendencias, de La Tercera, 28 de mayo de 2016
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