Hace tres décadas nos prometieron la alegría. Una sonrisa que llegaría a las caras de cada chilena y chileno. El arcoíris nos señalaba un futuro de diversidad, con cabida para cada color, para cada idea, un Chile para todas y todos. Pero algo sucedió en el camino que las sonrisas ofrecidas se distribuyeron de manera tan desigual. Mientras unos se llenaron de sonoras carcajadas y han reído a mandíbula batiente por 30 años, otros, la gran mayoría, se debió conformar con pequeñas muecas de satisfacción, ligeros gestos intermitentes producidos apenas por una capacidad mayor de endeudamiento.
Los ricos se ríen, mientras la enorme clase media esboza apenas una risa nerviosa, como la del viejito del meme. Sonrisa que esconde deudas y frustraciones, que desaparece al subir al transporte público cada mañana, al diluir el sueldo en cuotas impagas, al ver que se acerca la hora de la jubilación.
Nos envolvimos en un papel de regalo hermoso y colorido y salimos al mundo en forma de iceberg, vestidos de jaguar y –más recientemente– convertidos en un supuesto oasis. Creíamos haber dejado atrás la mesa del pellejo y nos sentamos en la mesa de la OCDE. En una esquinita, pero en la misma mesa al fin y al cabo. Nos creímos el cuento. Creímos que éramos felices.
Estuvimos 30 años medicados con ansiolíticos, publicidad, grandes autopistas, dos Copas América, centros comerciales y banda ancha. Hubo incluso quienes le corrigieron la dentadura a nuestras mujeres para que volvieran a sonreír, pero se olvidaron de darles motivos para hacerlo.
Pero lo que no logró derrumbar un terremoto sí nos cayó en la cabeza el día en que vimos a los estudiantes evadiendo el metro. Creíamos ser un pueblo feliz, pero en el fondo incubábamos una rabia y tristeza profundas. Estuvimos 30 años medicados con ansiolíticos, publicidad, grandes autopistas, dos Copas América, centros comerciales y banda ancha. Hubo incluso quienes le corrigieron la dentadura a nuestras mujeres para que volvieran a sonreír, pero se olvidaron de darles motivos para hacerlo.
Construimos un país moderno sin percatarnos de que los cimientos estaban podridos. Armamos la torre de jenga más alta del barrio, pero sobre las bases de una Constitución ilegítima y vergonzosa. Quisimos llegar más arriba que cada uno de los vecinos, pero sin darnos cuenta de que la torre era cada día más inestable. Nos tomamos selfies comiendo sushi recién pagados, pero apagamos la cámara y organizamos bingos y completadas para pagar operaciones.
Y entonces llegó el 18 de octubre, el día de la dignidad. Ese bendito viernes de primavera en que decidimos comenzar de nuevo, esta vez en serio, con todos y para todos. Dejamos la sonrisa falsa en el velador y salimos a pedir un país normal. Nada más, pero nada menos tampoco. Y pedimos que esa dignidad se hiciera costumbre.
Los que estaban arriba de la torre y llevaban años riéndose (de la vida, de los privilegios y de los demás), tardaron en reaccionar. Primero lo hicieron con rabia, con toque de queda y desesperación. Nos retaron, como un padre que regaña a su hijo. Hicieron cambios menores, para la galería, y al ver que no funcionaban volvieron a la represión, a los balines, a disparar a ojos llenos de esa extraña mezcla de rabia y esperanza.
Hoy, arrinconados y juzgados con severidad por cacerolazos y marchas que han roto todos los récords, anuncian desde sus escondites en San Damián que cederán y revisarán los cimientos de esta sociedad. Lo harán de mala gana y llamando a que sea el Congreso –el mismo que sigue sin representarnos a todos– el que redacte esta nueva Carta Magna. A cambio, nos aseguran, podremos votar que sí o que no, a que la tomemos o la dejemos.
Sucede que de tanto disparar quedaron sordos. No escucharon que en las calles se pide una Asamblea Constituyente, una instancia de auténtica democracia que permita que todos los colores, tamaños y formas tengan cabida. El famoso arcoíris, pero esta vez en serio, no en blanco y negro.
Porque en la forma está el fondo. Porque cuando cantamos a coro hay menos probabilidades de perder el tono. Porque cada vez que Chile se ha unido ha salido lo mejor de nosotros. Porque un puñado de parlamentarios puede llegar más rápido, pero todos juntos llegaremos más lejos.
Hoy, como hace 30 años, Chile está frente a una oportunidad histórica. Podemos volver a optar por una democracia protegida, o esta vez realmente por una Democracia con mayúscula. Podemos volver a darles la palabra a los mismos de siempre, o podemos escuchar a los que perdieron un ojo con tal de ser escuchados. Podemos seguir fingiendo cuando llegan visitas que somos medianamente felices, o podemos organizar una Asamblea Constituyente y permitir que entre todos construyamos el país digno que nos merecemos. Será entonces cuando verdaderamente comencemos a sonreír.
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