En noviembre de 2010, Paul McCartney volvió a Sudamérica tras décadas de ausencia. Su parada más cercana fue Buenos Aires, hasta donde centenares de chilenos peregrinamos para verlo. En mi caso, era mi primera vez viendo a un ex Beatle en vivo. De regreso en Chile, aun emocionado, escribí estas líneas para no olvidar ningún detalle.
La adrenalina se acumula porque sabes que en cualquier momento esto explota. Te sientes como en el primer carro de la más increíble montaña rusa subiendo lento pero sin detenerte a la espera de ser lanzado sin aviso por un recorrido de tres horas en que verás pasar toda tu vida frente a tus ojos.
Es el jueves 11 de noviembre de 2010 y el reloj bordea las 9 de la noche. El estadio de River Plate hierve con 46 mil fanáticos que esperan lo mismo que tú: que Paul McCartney se suba de una vez al escenario y acabe con esa angustiosa espera de tantos años.
Entre el público –no los ves pero sabes que están por ahí– la China, Jaime, Garcy, Matías, la Ina, Sanfeliú, Michelle, Natalia, Cristina, Angélica y muchos más amigos deben estar igual. Con escalofríos en las piernas, el estómago apretado y a la espera de que este tsunami deje de recogerse y lance toda su furia de guitarras y las melodías más hermosas que se han compuesto.
Entonces aparece Paul y todos estallamos en aplausos y miradas incrédulas. Diego y Paulina, un par de chilenos que acabo de conocer, sacan sus cámaras de inmediato. McCartney saluda y nos deja sin respiración. Suena “Magical mystery tour”, el escenario se llena de colores y los ojos se humedecen. La banda sonora de tu vida está siendo tocada en directo a pocos metros de distancia por el artista que más admiras, cuyas melodías conociste el verano de 1993 y que no te han abandonado ni un solo día desde entonces.
Cuesta entender cómo una sola persona es dueña de tantas canciones perfectas. Tiene 68 años pero durante las siguientes 3 horas no dejará de sorprender con su potencia en la voz, guitarra, bajo, ukelele, mandolina y piano.

“A day in the life”, “Let it be”, “Yesterday”, “Let me roll it”, “Band on the run”, “Bluebird”, “Hey Jude”, “Live and let die”, “Helter Skelter”, “Something”, “The long and winding road”, “Dance tonight”, “Lady Madonna”, “Paperback writer”, “Day tripper”, “Get back”, “Blackbird”, “The end” y “I’ve got a feeling”, entre varias otras, se suceden sin dar tregua.
Mil imágenes cruzan la cabeza. Esa mañana de diciembre de 1994 en que no aguantaste las ganas y abriste una semana antes el regalo de Navidad junto a tu papá para escuchar aunque fuera una vez “Live at the BBC” y que luego debieron envolver nuevamente. Esa tarde de junio del 2000 en que recorriste Liverpool, llegaste hasta Strawberry Field y te fotografiaste con una bandera chilena, la misma que llevas hoy en Buenos Aires. Esa tarde de septiembre de 2004 en que visitaste el Central Park de Nueva York y tras largas vueltas llegaste al Dakota, el edificio donde mataron a Lennon. O, más lejana aún, esa noche de febrero de 1993 en San Sebastián cuando descubriste a los Beatles y le preguntaste a tu viejo si al volver a Santiago era posible comprar un caset de ellos. Desde entonces no hubo vuelta atrás.
McCartney sobre el escenario no se detiene. Canciones que cualquier otro artista usaría como cierre para su show él las lanza como si nada, como si componer e interpretar melodías redondas fuera cosa de niños. Los argentinos y los más de 500 chilenos presentes se pellizcan para comprobar que es verdad.
El reloj corre más rápido de lo que uno quisiera y Paul se despide tras una noche que jamás olvidarás. Tratas de retener hasta el último detalle antes de que se prendan las luces porque sabes que ésta es como esas despedidas en los aeropuertos en las que dices hasta la próxima pero sabes que no habrá una próxima, que las posibilidades de volverse a ver son remotas y se quedarán en las buenas intenciones.
McCartney levanta la mano por última vez y desaparece de escena. Las luces del estadio se prenden, las del escenario de apagan, nos miramos entre todos y nos preguntamos y ahora qué.
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