Bienvenidos a La Habana
Sara nos trae pan, huevos fritos, jamón, lechuga, tomate, plátanos, naranjas ya peladas, café, leche y un jugo de guayabas que acaba de hacer. Sara nos pregunta si está bien, si nos falta algo, si nos gusta el jugo. Sara es particularmente cariñosa, algo nerviosa, buena para hablar. Mientras lo hace, enrolla y desenrolla sin parar un paño de cocina entre sus manos. Son las 9:30 de la mañana y mientras nosotros recién hemos despertado, ella ya ha hecho el desayuno e ido a la agencia oficial en la que debe reportar a cada turista que se haya alojado en su departamento.
Es nuestra primera mañana en La Habana y los ojos de Sara se llenan de lágrimas mientras nos cuenta la historia de la antigua dueña del departamento, una mujer mayor a quien cuidó durante sus últimos años de vida y que en agradecimiento le cedió la propiedad como herencia. Ella, que vivía dos pisos más arriba de este antiguo edificio –a dos cuadras del Capitolio, entre Habana Centro y Habana Vieja– se propuso limpiar, ordenar, pintar y modernizar el departamento de dos piezas y desde hace 3 meses es una de las tantas cubanas que ofrece alojamiento a extranjeros.
Sara es cuidadosa. Apenas llegamos anotó nuestros nombres en su libro de visitas, nos recalcó la importancia de quedarse en un hospedaje oficial y nos ofreció desayuno y cena para cuando quisiéramos.
Abajo, en la pequeña calle Cienfuegos esquina Corrales, se agolpan los taxistas en triciclos, suenan las bocinas de viejos automóviles, motos y micros de todo tipo, desde largos buses oruga hasta pequeñas vans repletas de pasajeros.

Recorremos las calles de La Habana con el estómago lleno. Avanzamos por calles pequeñas y adoquinadas, otras asfaltadas y cada cierto rato cruzamos avenidas anchas y desordenadas. La Habana Vieja parece hecha para que los turistas más tradicionales no tengan que salir de la comodidad que les ofrece.
Estatuas humanas, músicos en todas las esquinas, vendedores de churros y guías turísticos se encargan de contar una historia feliz, bohemia e inolvidable. Entre la salsa, boleros y bachata se escucha a japoneses, franceses, latinos y británicos. Por un momento es agradable no oír el acento yanqui, tan común en cualquier capital plagada de turistas.
Es invierno en el hemisferio norte y el calor y la humedad no aflojan. Las cervezas, limonadas y mojitos ayudan a combatir la temperatura, mientras en las plazas de la zona (son varias y todas parecen tener la misma importancia) llegan más y más grupos que descienden de modernos buses con aire acondicionado. Un crucero del tamaño de un mega edificio acostado contribuye a que los locatarios y guías tengan suden más de lo habitual.
Nosotros optamos por nuestro estilo. Avanzamos en shorts y zapatillas con la Lonely Planet en la mochila y una botella de agua en el banano. Por más que avanzamos nos cuesta dar con más personas como nosotros. En su mayoría quienes visitan la ciudad son adultos, abuelos con plata y familias. Los mochileros parecen estar en algún otro lado.

Recién damos con algunos de ellos en un pequeño restaurant que ofrece los platos más baratos de la zona. Ahí están ellos, cargando energías, rellenando botellas y subrayando sus Lonely Planet y similares.
Recorremos Habana Centro y el Vedado, otras dos zonas de la ciudad. Llegamos a la monstruosa Plaza de la Revolución, famosa por los discursos de 6 horas de Fidel. Pasamos por la Avenida de los Presidentes y fotografiamos la estatua del doctor Salvador Allende, quien también tiene calles y hospitales con su nombre. Nos perdemos por distintos rincones, pero no logramos entrar en la verdadera Habana de los cubanos.
La culpa, creemos, la tiene la doble moneda que existe. Por un lado ellos y su moneda nacional; por el otro nosotros –los turistas– con el CUC, el peso convertible y que equivale a 25 de los otros. Son dos realidades y cuesta cruzar el muro. Nosotros comemos y nos transportamos pagando en CUC, pero no logramos hacerlo en moneda nacional.
Intentamos burlar esta barrera difícil de explicar cuando nos subimos a una micro en la que solo viajan cubanos. Pagamos con moneda de turistas y nos metemos. Miramos, olemos, escuchamos todo. Buscamos llegar a la estación de autobuses para comprar un pasaje para viajar a Viñales, a 3 horas y media de La Habana. El resultado es infructuoso. Los cubanos solo conocen su terminal, el que transporta a cubanos; desconocen que algunas cuadras más allá existe una estación desde la que salen los buses para los turistas.
Nos despedimos de La Habana tras haber conocido el magnífico e inspirador Museo de la Revolución. Nos maravillamos con la labia de Fidel, con el carisma del Che y con las historias heroicas de Camilo Cienfuegos. Nos tomamos unas cervezas y mojitos, intentamos descifrar el puzle y seguimos pensando por qué no logramos ponernos en los zapatos de un cubano. Pero no perdemos la esperanza.

Viñales
Si llegar al terminal de buses interurbanos fue complicado, encontrar un pasaje para viajar a Viñales fue imposible. Ahí es donde finalmente estaban los demás mochileros. Franceses, argentinos, italianos, rusos, koreanos y alemanes repletan el pequeño salón que oficia de terminal.
La empresa Vía Azul mueve a los turistas por las ciudades más grandes de Cuba, pero son pocos los buses y muchos quienes buscamos un pasaje. Es así como terminamos junto a una pareja de moscovitas tomando un auto que nos lleva en la mitad del tiempo a este hermoso pueblo ubicado al occidente de la capital cubana.
Por una carretera de dos y hasta tres pistas avanzamos a 120 kilómetros por hora en un auto con más años de los deseables. Vamos cómodos, contando historias de viaje, escuchando a Romeo Santos y mirando palmeras, plantaciones de diverso tipo y carteles camineros con la cara de Fidel y otros próceres.
Al cabo de dos horas ingresamos a Viñales, zona turística por excelencia gracias a sus paisajes únicos, vegetación generosa y atractivos naturales sorprendentes.

Llegamos a la casa de Aurora, quien logra lo impensado y supera la amabilidad de Sara. Nos recibe con una sonrisa, una jarra de jugo de mango y sendos platos cubiertos de plátano, guayaba, piña y unas extrañas papayas rojizas.
Luego de algunas horas recorriendo a pie las primeras maravillas naturales del lugar, volvemos a la mesa. Aurora nos espera con langostas preparadas por su marido, frijoles, arroz, ensalada, unos tubérculos fritos y más fruta. La mesa se hace chica para tantos manjares, los que comemos en una terracita que nos permite ver el paisaje.
La comida nos permite reponer energías tras haber caminado más de 10 kilómetros a todo sol y para prepararnos para nuestro segundo día en la zona.
Por la Cuba profunda
Mojito, Coco Loco y Chupa Chupa. Así se llaman los tres caballos de José Luis, el hombre que nos acompaña esta mañana por el Valle del Silencio y otros lugares en los alrededores de Viñales. Los tres son mansos, tranquilos, obedientes, casi flojos. José Luis los anima cada cierto rato para que apuren la marcha sobre la tierra, el barro o el pasto. Así avanzamos por casi cuatro horas, acompañados por otro turista alemán, bajo el sol inclemente y entre plantaciones de maíz, tabaco, naranjas, guayabas, repollos, tomates, paltas y otras especies.
Al cabo de unos minutos llegamos hasta una finca dedicada al tabaco y los puros. Un hombre nos arma un habano en pocos minutos y nos cuenta sobre el proceso de cosecha, fermentación y fabricación de estas joyitas que alcanzan altos precios en el extranjero. Junto a su familia solo se quedan con el 10% de la producción; el otro 90% va para manos del Estado. Pero no se queja: el acceso a los turistas le permite vender su producto y obtener ganancias superiores a lo que podría aspirar de otra manera.
Nos internamos por cavernas de piedra, avanzamos por los valles y a lo lejos se asoma la comunitaria República de Chile, un conjunto de edificios habitados por campesinos y sus familias y que trabajan para entregarle el 70% de su producción al Gobierno. Fundada en 1973 por el mismísimo Fidel, saben que si regresa otro huracán como los de 2008 el Estado volverá a reponerles sus casas, televisores, refrigeradores y cualquier cosa que resulte dañada.

De regreso en el centro de Viñales comemos una pizza a precio cubano y nos sentamos a observar el mundo a través de una cerveza y un par de mojitos. Algunos locales comparten mesa con un francés, un par de europeos terminan de escribir postales y nosotros nos entretenemos adivinando nacionalidades y comparando sistemas económicos.
Nos sorprenden la modestia, el orgullo por sus país y costumbres, el valor que les dan a sus médicos (todos saben de los 300 que partieron rumbo al África a luchar contra el ébola mientras el resto del mundo cerraba sus fronteras), el alto nivel de educación de todos sin excepción, el uso del idioma, la sonrisa fácil y un optimismo que se contagia.
De regreso con Aurora, los distintos acentos se transforman en ruidos de animales. Los gallos que tanto cantaron de madrugada ahora callan, pero en su lugar juegan los chanchos, los pollos, la cotorra de la casa, unos perros lejanos y una oveja. Estamos en la Cuba profunda.
De salsa, playa y jutías
1
El bus ya cerró sus puertas y estamos a segundos de dejar Viñales. Son las 7 en punto de la mañana y por la ventana vemos a los escolares con sus uniformes impecables caminando rápido con sus mochilas al hombro. Los pasajeros, en su mayoría gringos, comienzan a quedarse dormidos cuando desde la puerta se escucha algo. Asomada por fuera está una mujer, quien grita un nombre. Las dos rubias que están en el asiento delante del nuestro despiertan, se paran raudas y corren hacia adelante. La puerta se abre y la mujer les entrega una bolsa con plátanos. Las gringas dicen su nombre en voz alta, emocionadas, mientras la cubana les repite que se quedó dormida. Ellas les responden que no quisieron despertarla. Se despiden con un beso y un abrazo y el bus comienza a moverse. A todos se nos aprieta un poco la garganta con la escena: todos nos hemos alojado en casas de familia y hemos recibido el mismo cariño, preocupación y amabilidad de los viñaleros.
2
La habitación es azul y no tiene más de 6 metros cuadrados. Tiene dos ingresos, ambos cubiertos con improvisadas cortinas. En su interior solo una mesita con una tele de 14 pulgadas desde la que sale la música de un reproductor de DVD chino. Dos ventiladores intentan bajar la temperatura, mientras Dayana, la dueña de casa, marca el ritmo de la salsa con un chasquido de dedos y lleva los compases con su boca. Chico, chica, chico, chica, repite para anticipar los veloces giros.
Estamos en una casa humilde en medio de Trinidad luego de que nos contaran que aquí se daban clases de salsa por la mitad del precio que se cobra en la majestuosa Casa de la Música, en el centro de esta pequeña ciudad colonial.
Para llegar donde Dayana dejamos atrás las calles turísticas y nos adentramos por otras en las que los niños juegan fútbol, pedalean con un parlante que suena y donde dos vecinos sueltan a sus gallos para que peleen libremente.
Nuestra profesora, una morena gorda, sonriente y aplicada, hace lo imposible para que este chileno nacido con dos pies izquierdos mantenga el ritmo e intente llevar a su pareja, que gira con una gracia envidiable.
3
El agua del Caribe es tibia, cristalina y calma. Nos adentramos en el mar por 30 metros y todavía el océano no cubre nuestro cuello. A nuestras espaldas la playa está vacía. Las bicicletas que arrendamos están apoyadas en uno de los quitasoles artesanales junto a la mochila, la botella de agua y unos plátanos que nos sobraron del desayuno.
Pasa una hora hasta que se suma una pareja de franceses, dos gringas de escasas cazuelas y dos parejas mayores que intentan romper un coco contra una piedra siguiendo lo aprendido con Tom Hanks en “El náufrago”.
Nosotros en el agua con nuestros lentes de sol flotamos y nos preguntamos qué día de la semana es. Cuatro horas más tarde volvemos a la civilización para tomar un par de cervezas y comer unos bocadillos de jamón y tomate en un puesto rodeado de cubanos que hablan de béisbol mientras bajan una botella de ron.
4
Es nuestra segunda y última noche en Trinidad. Tras el regreso de la playa y la segunda clase con Dayana, el dueño de nuestra casa nos espera con la cena lista.
Su nombre es Pastor, un ingeniero civil que tras décadas en lo suyo optó por dedicarse a arrendar una pieza en su casa. Miguelina, su esposa, sigue trabajando en un céntrico museo de Trinidad.
Pastor nos cuenta cómo ha evolucionado el concepto revolucionario, los difíciles años tras la caída del Muro, cómo la visita de Juan Pablo II implicó una apertura para los creyentes y la lástima que le da que profesionales de larga experiencia –como él– estén dedicados a otras cosas.
En la mesa probamos la jutía (una especie de roedor que trepa por árboles) y, claro, los correspondientes frijoles con arroz blanco, incorporados desde hace una semana de manera sagrada a nuestra dieta.
Pastor nos prepara un trago a base de aguardiente, miel y limón y antes de dormir enfilamos rumbo al centro de Trinidad para ver si podemos aplicar lo aprendido en las clases de baile. Al llegar al lugar donde se escucha la banda en vivo, una mujer se acerca por nuestra espalda y nos sorprende. Es Dayana, quien también viene a moverse, ahora por diversión.
Che comandante
Ni la bohemia y romanticismo de La Habana, ni los paisajes y mogotes de Viñales, ni las calles coloniales y playas de Trinidad. Santa Clara, la cuarta y última ciudad que decidimos recorrer de Cuba, es sinónimo del Che Guevara.
Todas las guías turísticas lo repiten: no nació aquí ni murió aquí, pero fue su gesta heroica en esta ciudad la que selló el triunfo de la revolución. Es por esto que los monumentos en su honor coronan la ciudad, sus restos descansan bajo una enorme estatua que se convierte en visita obligada y el tren con soldados que él descarriló junto a sus compañeros sigue ahí, tirado al costado de una vía férrea, convertido en un particular museo.
Estos son los motivos que atraen a diario a miles de turistas y –querámoslo o no– fue el principal motivo que nos trajo a nosotros hasta este lugar ubicado al centro de la isla.
Ni la bohemia y romanticismo de La Habana, ni los paisajes y mogotes de Viñales, ni las calles coloniales y playas de Trinidad. Santa Clara, la cuarta y última ciudad que decidimos recorrer de Cuba, es sinónimo del Che Guevara.
Son nuestros últimos días en Cuba y es por ello que aquí van algunas de las cosas que más llaman la atención a un visitante:
- Sentirse millonario en Cuba es sencillo. Basta con cambiar los CUC (divisa que manejan los extranjeros) por pesos cubanos. De un minuto a otro todo es más barato. 1 CUC equivale a 25 pesos y permite el acceso a pequeñas cosas, alimentos y servicios que se ofrecen en las calles pensadas básicamente para los cubanos.
- 7 pesos (170 pesos chilenos) cuesta, en promedio, una pizza individual comprada en la calle en Cuba. Cubierta con queso, salchichas o jamón, es perfecta para capear el hambre del mediodía o media tarde. Solo basta hacer la fila, esperar que la calienten y llevársela sobre un pedazo de cartón.
- El cubano es una persona acostumbrada a hacer fila para acceder al transporte, la salud, el comercio o lo que sea. Al llegar a la multitud, se debe preguntar quién es el último. Alguien levantará la mano y uno queda inmediatamente ubicado tras él o ella. Al rato llegará alguien más a hacer la misma pregunta y ahora es uno quien debe decir yo (sin necesariamente ponerse de pie tras otra persona). “Pedir cola”, le llaman aquí y evita problemas y discusiones.
- La escasez, generada en muchos casos por el bloqueo, ha hecho del cubano una de las personas más ingeniosas del mundo. Es así como se escuchan las historias más curiosas. Desde quienes hicieron ventiladores con antiguas lavadoras rusas hasta el mito de pizzas que en vez de queso fundido eran cubiertas con condones, que tenían la misma textura tras pasar por el horno. Ayer escuchamos la historia de un joven que lustraba con esmero sus zapatillas para intentar ocultar una gran letra P que tenían escritas: se las había mandado su tío, que estaba Preso.
- En Cuba nadie toma agua de la llave. Ni los cubano y menos los extranjeros. Todos saben que solo se puede comprar agua en botellas o hervir y colar la que sale por la cañería. Es la única manera de evitar infecciones y mantener a raya el cólera.
- La televisión cubana es un viaje en el tiempo. Acartonada, lenta, precaria y con gráficas propias de los años 70, ver noticieros o programas de entretención genera ternura.
- “En Cuba nada se compra, todo se consigue”. Lo que suena a exageración en muchos casos es cierto. Sin ir más lejos, por estos días escaseó el papel higiénico en Santa Clara. Es así como ayer vimos por el centro a gente cargando muchos rollos bajo el brazo luego de haber encontrado el preciado botín. Lo mismo sucede con algunas frutas, medicamentos y muchas cosas elementales que en el resto del mundo damos por sentadas.
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