Día 1: Bogotá
Un policía que recorre un mercado persa se acerca a uno de los vendedores. No es para multarlo, sino que le pregunta por el precio de unos pantalones. Más allá, aburrido, otro escucha música con unos vistosos audífonos rojos que salen de su celular. Otro masca chicle, una pareja de oficiales entra a una tienda de completos y en otra zona de la ciudad un grupo de no menos de 8 se saluda como cualquier perro-zorrón chileno, con ruido y palmotazos.
Es Bogotá, ciudad que hoy recorrimos y que parece estar llena de policías por todas partes. La mayoría, sin embargo, no intimida mucho, sino que parecen estar ahí aburridos, pasando este día lunes que es feriado en todo el país.
La capital es enorme y así se ve desde la cima del Monserrate, enorme cerro que mira a la ciudad desde el este. Es un macizo enorme, verde, coronado con una iglesia a la que llegan miles de personas, especialmente los fines de semanas y feriados como este. La subida se puede hacer a pie, en funicular o teleférico.
Optamos por esta última opción en un trayecto que tarda alrededor de 4 minutos. Las hordas que suben son interminables. El ambiente es una mezcla de peregrinaje a Lo Vásquez y el persa de Bío Bío.
La oferta de cosas para comer es igualmente generosa y es así como durante todo el día optamos por probar cada bocadillo que se ofrezca. Al final del día hemos comido queso fresco con mermelada y manjar (servido en un platito plástico y cuchara ídem), una generosa arepa rellena de queso derretido y mantequilla arriba, mazorca con mantequilla, unas galletitas extremadamente dulces y un canelazo, popular trago caliente a base de aguardiente que alguna vez probé también en la noche de Quito.

Bajamos del Monserrate junto a miles de personas. A la mujer de las mazorcas le comento sobre la gran cantidad de gente, pero ella responde que no es nada respecto a todos los que subieron el domingo. Me cuesta creer que cupiera alguien más en ese lugar.
Llegamos de vuelta al barrio de la Candelaria y recorremos sus calles adoquinadas, llenas de coloridos grafitis, panaderías, hostales, restaurantes y subidas y bajadas. El lugar es una mezcla del Cerro Alegre de Valparaíso, rasgos de San Pedro de Atacama y toques de Bellavista.
Optamos por almorzar en un pequeño lugar en el que nos sorprenden con una carne con salsa de guacamole, una ensalada que incluye mango y un delicioso cheesecake de piña y lulo (fruta de curioso nombre y sabor ácido).
Llegamos a la céntrica Plaza Bolívar, enorme explanada de cemento flanqueada por una catedral y edificios públicos majestuosos. Las palomas dejan poco espacio para los transeúntes, quienes deben lidiar también con gente que ofrece de todo.
Optamos por alejarnos rumbo al oriente, subiendo por una calle que nos lleva hasta el Barrio Egipto, donde por tercer día consecutivo se celebra la Fiesta de Reyes Magos. Tal como en el Monserrate, son grandes masas de gente las que circulan lento entre puestos de comida, artesanías y otras chucherías. En un escenario suena la música de una banda generosa en bronces. Antes de acceder al lugar, la policía revisa a quienes ingresan a todas estas calles cortadas para los vehículos. Al abrir mi mochila me pregunta si soy camarógrafo. Le digo que sí y pasamos para perdernos entre la multitud.
El trago por excelencia en la fiesta es la chicha, la que venden en botellas que alguna vez fueron de bebidas o jugo. En la edición de El Tiempo, que compramos más tarde, nos enteramos que se tomarán 8 mil litros de chicha este fin de semana en el barrio.
Es nuestro último día en Bogotá, ciudad a la que volveremos en 3 semanas más antes de regresar a Santiago. Será entonces que recorreremos los museos que quedaron pendientes.
Ocho horas después de nuestra salida, volvemos al hostal. Los pies acusan el cansancio. Volvemos abrir guías y mapas para revisar detalles de nuestro próximo destino, Villa de Leyva.
Día 2: Villa de Leyva
Las noches en Villa de Leyva son de las más tranquilas de las que tenga memoria. Su enorme plaza –dicen que es la más grande del país– es el resumen perfecto. A su alrededor una iglesia, negocios y restaurantes con gente que circula silenciosa. Solo una pelea entre varios perros rompe la calma.
Arriba el cielo luce oscuro total. No se alcanzan a ver los enormes cerros que bordean esta pequeña ciudad de apenas 13 mil habitantes en el departamento de Boyacá.
Caminamos con cuidado por las irregulares piedras que cubren todas sus calles. Dicen que es la ciudad colonial por excelencia. Y se nota. No vemos absolutamente ninguna casa o edificación que parezca tener menos de 450 años. Es por esto, entre otras razones, que se ha convertido en un destino muy frecuentado por los bogotanos durante los fines de semana, por lo que ahora existen hostales, hoteles, hospederías y pequeños restaurantes de todo tipo. Caminamos lento también luego de habernos mandado 20 kilómetros de bicicleta por los alrededores de Villa de Leyva, lugares en los que algunos andan en cuadrimotos y otros se entusiasman con los fósiles y restos de dinosaurios que vivieron aquí hace varios miles de millones de años.
Llegar a esta pequeña ciudad –el primero de varios viajes que realizaremos por Colombia– fue una travesía perfecta.
No sabíamos qué esperar del terminal de buses de Bogotá. Quizás lo que uno siempre ve en estos lugares: muchísima gente, vendedores que te preguntan con insistencia dónde vas, escasa información y mucho ruido. Pero resultó ser todo lo contario. El lugar es enorme, dividido en zonas dependiendo del destino de los buses, con mucha seguridad, gran cantidad de negocios y andenes ordenados. Cada bus tiene su número, sale del andén que le corresponde, a la hora que corresponde y el boleto lleva el nombre de la persona que viajará.
Nosotros lo hicimos en un moderno y pequeño bus que en 3 horas y medias nos trajo a nuestro destino. Atrás quedaron las máquinas chinas que vimos en Cuba; el nuestro de hoy era un Mercedes para 17 personas que se movía ágil por las curvilíneas autopistas que nos trajeron hacia el norte.
Recorriendo Bogotá antes de entrar en la carretera vimos nuevamente cómo funciona el Transmilenio, sistema en el que se inspiró nuestro querido Transantiago. Acá todos andan en corredores exclusivos, los buses están impecables, existen los oruga con hasta tres partes y los paraderos estaban cubiertos en vidrio, protegiendo a los pasajeros de la lluvia, ruido y humo.
Mención aparte para la extensa red de ciclovías que hemos visto en toda la ciudad y a lo largo del camino. Están por todas partes, son amplias, bien señalizadas y parecen conducirte a cada rincón que quieras.
Día 4: San Gil
Una garza perfectamente blanca se posa sobre una roca, luego sobre una rama y así nos acompaña a una distancia prudente durante los casi 11 kilómetros de rafting por el río Fonce. Somos cuatro remeros en la balsa inflable, mientras el instructor se sienta atrás, al medio, dando las instrucciones de rigor, utilizando su remo como timón o volcando a la tripulación a propósito para que sintamos las tibias aguas del río.
En un par de ocasiones nos lanzamos sin mediar provocación a las aguas calmas, para permanecer ahí mirando a las iguanas que nos observan desde las piedras, los puentes colgantes que cruzan el río, una señora que lava la ropa contra la piedras y un hombre que recoge arena y la cierne para luego venderla sobre su mula.

Tras una hora y media llegamos hasta San Gil, la capital de los deportes extremos en Colombia. La pequeña ciudad ofrece también bungee, canopy, excursiones a cavernas llenas de agua y otras actividades para los más intrépidos. Nosotros damos por llenada nuestra cuota de adrenalina con la bajada por el río, que lleva menos agua de la deseada a la espera de nuevas lluvias que alimenten su caudal y la velocidad de las balsas.
Volvemos a nuestro hostal, donde ya pasamos una noche, para recostarnos en las hamacas que cuelgan del patio, reservar futuras habitaciones al norte del país y más tarde para preparar una carne con arepas, ensalada y jugo de melón.
Son muchos los colombianos que llegan a San Gil para recorrer el espectacular departamento de Santander, visitar otras pequeñas ciudades coloniales y liberar su energía con deportes extremos.
Llegar a esta zona ya fue una mini odisea. Tras abandonar Villa de Leyva rumbo a Tunja, cambiamos de minibús. El segundo nos dejó en el centro de Barbosa, donde abordamos el tercero, que nos dejó en San Gil tras una parada para almorzar en Vado Real y otra para bajar pasajeros en Socorro.
Fueron en total casi 7 horas de peregrinaje por serpenteantes carreteras generosas en curvas y paisajes de montañas interminables. Cuesta compararlo a algo parecido ya que parece que no existe nada igual en el mundo. Este departamento se jacta de tener el cañón más grande del mundo… de casi 250 kilómetros de largo.
Flanqueando el pavimento vemos cerros, mesetas, montañas y más cerros, todos cubiertos de un verde de decenas de tonalidades diferentes. Cada cierta distancia aparece una nueva ciudad o pueblo, siempre bullente de motocicletas, más minibuses y peatones. Es el corazón del país y la geografía no es obstáculo para que los locales se tomen cada valle por insignificante que sea. Si no hay espacio no importa: en cualquier ladera se construyen casas, iglesias, hospitales y colegios. Todo sirve.
Ya secos tras salir del río, dedicamos la tarde en San Gil para recorrer el magnífico parque Gallineral, espacio repleto de árboles y flores autóctonas, además de ardillas, gucamayas mariposas y buitres. Sí, los buitres abundan por estas latitudes en bandadas de no menos de 10.
¿La curiosidad para terminar este relato? Los sangileños se ufanan de uno de sus platos más particulares, las hormigas culonas. Tal cual. Es así como hoy compramos un puñado de hormigas culonas tostadas. Los bichos, del tamaño de dos garbanzos unidos (cuerpo y culo), tienen un sabor salado, como el de un maní o un grano de choclo. Como sea. Hoy media docena de ellas descansan (espero) en mi estómago.
Día 5: San Gil
Dicen los que saben que Barichara es el pueblo más lindo de toda Colombia. Decidimos hacerles caso y desde San Gil tomamos un pequeño bus que en 40 minutos nos dejó en este lugar –colonial como tantos otros pueblos de este país– cuya imponente catedral da la bienvenida de inmediato.
La iglesia está construida con una piedra café-rojiza, la misma que cubre todas sus calles, algunas veredas y otros lugares. Caminamos bajo el sol inclemente y en 90 minutos ya hemos cubierto gran parte del pueblo. Pasamos por otra iglesia más pequeña, entramos al cementerio (hay quienes dicen que es la mejor forma de conocer a la gente: viendo a sus muertos) y me sorprendo con la cantidad de gente de apellido Ortiz enterrados ahí.

Tras un contundente almuerzo con carne de cabro, una de las especialidades de la zona, tomamos otro minibús rumbo a Guane, pueblo aun más pequeño que este. El objetivo es recorrer, desde Guane hasta Barichara, un viejo camino real construido hace 150 años por un alemán y que une a ambos lugares. 9 kilómetros más tarde y habiendo subido y bajado cerros y pequeños valles llegamos de regreso a Barichara, donde tomamos el bus que nos lleva de regreso a San Gil.
Vale la pena hacer un alto para hablar sobre la comida en Colombia. Ya hemos almorzados dos días seguidos en pequeños restaurantes donde básicamente se alimentan maestros de la construcción, oficinistas y familias de la zona. En ambos casos el plato consistió en carne (cabro, pollo, vacuno o cerdo) acompañado por una generosa porción de arroz, yuca, plátano, ensalada, un plato hondo de una sopa espesa y llenadora y un gran jarro de jugo de naranja. En uno de los dos además venía lo que creemos eran los interiores del animal, igualmente sabrosos.
A esto hemos incorporado arepas de todos los tipos, algunas rellenas con carne, otras con pollo y otras con mucho queso. Los panes colombianos, muy recomendados por todo el mundo, le hacen honor a su fama. Es así como probamos el hawaiano (con piña, entre otras cosas), otro con jamón y queso y otro solo con queso en su interior. Todos ellos están hechos de una masa ligeramente dulce y liviana y que no se pone dura con el paso de los días.
Día 7: Taganga
El pescado que yace frente a nosotros, frito, escapa las dimensiones del plato. La cabeza y la cola de este pargo –especie típica de la zona– salen por los lados, solo dejando espacio para el arroz y un par de patacones. Nuestros pies están sobre la arena de la playa, a 10 metros los niños juegan en el agua y un poco más allá otros reman kayaks o intentan ver pequeños peces con snorkels arrendados.
Es nuestro segundo día en Taganga, pequeño pueblo pesquero ubicado a 5 kilómetros de Santa Marta, y esto es lo más cercano a la perfección que hemos visto hasta el momento.

Hasta la costa Caribe llegamos la madrugada del día de ayer, luego de un viaje nocturno de 13 horas en un cómodo bus que tomamos en San Gil. De inmediato llegamos hasta La Casa de Felipe, un hostal grande y ondero de dueños franceses. Lonely Planet lo describía como un espacio de 4 habitaciones; hoy ya van casi 30.
Tras sacarnos el viaje con un par de horas de sueño en una hamaca y otro par en las camas de la habitación triple que compartimos con una gringa tímida y silenciosa, probamos suerte en la playa de Taganga.
No era lo que esperábamos. Por ser fin de semana hay un exceso de turistas locales, la playa es pequeña y más ruidosa de lo esperado. Es así como hoy seguimos los consejos de quienes han venido antes y caminamos por un pequeño cerro que separa la playa de Taganga de otra, que nos aseguraron sería mejor. Otro error. Aquí los vendedores y arrendadores de sillas de playa, botes inflables y otros productos se han tomado el lugar, dejando poco espacio para poner una toalla o siquiera ver el mar.
Optamos por alejarnos aun más de la civilización y caminamos otros 20 minutos por un par de cerros hasta llegar a la pequeña y silenciosa playa en la que estamos ahora comiendo pescado y hasta donde solo unos pocos intrépidos se dan el trabajo de llegar. Apenas un par de personas han instalado puestos donde solo se vende pescado y cervezas heladas. La cocinera abre una gran caja y permite que cada comensal elija el pescado que quiera. El tipo de las cervezas solo tiene Águila, la más vendida del país.
Hubo quienes nos describieron Taganga como el Pichilemu colombiano. Algo de razón tenían. El pueblo parece haber quedado chico para la cantidad de gente que llega, desde hace algunos meses escasea el agua y las calles de tierra se llenan de motos y transeúntes en hawaianas.
Una mujer nos explica que el día aquí se divide en tres. Muy temprano, al amanecer, solo se ve a la gente del pueblo comprando y aprovechando las playas vacías. El sol aparece como a las 6 de la mañana, así que todo esto transcurre muy temprano. Al rato, comienza el descenso de los turistas desde sus respectivos hostales y la llegada de los colombianos desde Santa Marta. Todos buscan un espacio en la playa y bajo un calor y humedades fuertísimas las multitudes intentan pasar el día. Caída la noche sube el volumen de las radios, se escucha vallenato, cumbia, salsa y algo de reggae y los jugos de fruta dan paso a las cervezas, mojitos y otros elíxires.
Nosotros nos guardamos temprano tras dos días de sol, playa y caminata por los cerros para despertar temprano mañana lunes y emprender rumbo a uno de los hitos de este viaje: el parque Tayrona.
Día 10: Santa Marta
Tres monos ruidosos que desayunan sobre los árboles son los encargados de darnos la bienvenida a Tayrona, el parque nacional de la costa caribeña de Colombia y al que llegamos tras 45 minutos escuchando el vallenato de Iván Villazón junto a un chofer hincha del Junior de Barranquilla.
Hemos dejado dos tercios de nuestras cosas en el hostal de Taganga y ahora solo cargamos una mochila mediana y un banano. Atrás quedó el computador, gran parte de la ropa, las zapatillas deportivas y el cargador del celular. Ahora caminamos por un sendero tranquilo rodeado de selva y animales que emiten sonidos que se nos harán conocidos los siguientes tres días.

Caminamos dejando atrás a grandes familias colombianas que vienen a pasar el día y otros grupos de extranjeros con carpas al hombro y distintos niveles de preparación. Nosotros venimos en busca de las hamacas que se arriendan en el parque y que hacen que todos los traslados sean más livianos y sencillos.
A las tres horas de caminata (hemos decidido no tomar los buses de acercamiento que se ofrecen a la entrada al parque), por entre el frondoso bosque aparece por fin el azul del mar. Se escuchan las olas fuertes, muy distintas a la tranquilidad que habíamos visto en las aguas hasta ahora.
Subimos y bajamos cerros, atravesamos sectores con arena, vemos decenas de cocos tirados bajos sus respectivas palmeras, seguimos nuestra ruta en un pequeño mapa que nos dieron a la entrada y luego de más vueltas de las esperadas logramos dejar nuestras cosas en un humilde camping que ofrece las hamacas más baratas del parque: apenas 12.000 pesos colombianos por noche (menos de $3.500 chilenos). Todas tienen su respectivo mosquitero y permiten pasar una noche sin lujos, pero sin problemas.
Tras un almuerzo al paso, llegamos hasta Piscina, una de las pocas playas habilitadas para el baño en Tayrona gracias a los corales que unos 200 metros mar adentro tranquilizan las olas que llegan más pequeñas hasta la orilla.
Los siguientes dos días volveremos a sumergirnos en las aguas del Cabo San Juan (el sector más onderillo del parque), Piscinita (junto a los increíbles ecohabs, pequeñas construcciones de lujo) y un par de lugares más.
Nos llama la atención la impresionante cantidad de argentinos que se toman el lugar. 9 de cada 10 visitantes parecen venir desde ese país en busca de aguas tibias y pagando menos que en un hostal o resort. Se repiten las conversaciones en voces estruendosas, las camisetas de River, Boca y Racing y las carcajadas algo destempladas.
Los paisajes en Tayrona son de ensueño, pero por más que los vemos a cada rato, no dejan de sorprender. La zona, donde alguna vez vivieron los indios Tayrona, regala cada 10 minutos una nueva postal inolvidable. Una iguana que se asoma desde el bosque para ver qué pasa en la playa, filas interminables de hormigas cargando hojas hacia su hormiguero, monos aulladores que se hacen oír desde lejos, senderos que desembocan en miradores a lo alto de una colina, pequeños bares instalados a metros del mar ofreciendo jugos y cervezas, y caballos y mulas que recorren el parque cargados transportando agua y víveres para abastecer a todos los que aquí estamos. El Tayrona parece una isla lejana en la que la electricidad solo llega por algunas horas y donde la desconexión con el resto del planeta parece posible.
Al tercer día en el parque ya hemos conocido los senderos de la mitad del Tayrona. Los ñeques, pequeños animales que tienen algo de ratones, chanchos y conejo, ya no nos sorprenden. Tampoco los carteles que advierten la presencia de caimanes en las pequeñas lagunas, la gran cantidad de especies de pájaros que sobrevuelan los árboles ni todos los cangrejos que se asoman por la arena para caminar a paso rápido. Tras dos noches peleando con zancudos que burlan los mosquiteros, llega el día del retorno a la civilización.
Para ello elegimos salir por otra de las entradas al parque. Si al llegar entramos por El Zaíno, para despedirnos lo haremos por Calabazo. Caminamos una hora y media cuesta arriba por un sendero de grandes piedras que termina en Pueblito, el único lugar donde quedan rastros de los escasos Tayrona que habitan el lugar. Ahí encontramos edificaciones circulares de piedra cubiertas con altos techos de paja, todas sobre terrazas que desafían las laderas empinadas. Desde ahí, otra larga caminata de dos horas nos deja en la carretera que nos llevará hacia Santa Marta.
Compramos unas galletas y la primera Coca Cola en varios días y nos subimos a una micro que transporta a lugareños y turistas transpirados, todos con una pulsera de colores estilo all-inclusive con el nombre del parque que acaban de visitar.
Día 11: Santa Marta
Los jugos callejeros colombianos merecen un espacio destacado en toda crónica de viaje por estas tierras. Servidos en su mayoría por mujeres instaladas tras un pequeño carro, estos refrescos son verdaderas joyas. Piña, mango, lulo, guayábana, zapote, maracuyá, plátano, tomate de árbol o una tradicional limonada, todos son preparados frente a uno en jugueras enchufadas artesanalmente a alguna toma de corriente. Las opciones son dos: en agua (como toma la mayoría) o en leche.
Una vez terminado el vaso plástico grande en el que se sirven, la mujer lo rellenará con lo que sobró de la mezcla, previamente pasada por un colador. En todo jugo se emplea hielo picado a mano con una tenaza, agua sacada envasada en bolsas y se sirve con pajita.
Una de estas tantas mujeres vende sus jugos en la vereda a media cuadra del hostal en el que nos quedamos en Santa Marta. Ofrece una silla plástica a cada cliente para que espere durante la preparación y asegura que tiene una fruta afrodisíaca que cuesta 5.000 pesos colombianos en vez de los 2.500 que cobra por todas las demás.
Cuando hace demasiado calor y no hay clientes, la mujer entra a la casa y espera mirando hacia afuera por la ventana.
Su carro queda en el centro de Santa Marta, a pocas cuadras del Museo del Oro de la ciudad. Gratuito y ubicado a dos cuadras del mar, el museo cuenta toda la historia de los Tayrona, del departamento de Magdalena, la ciudad y la vida de Simón Bolívar, el libertador que nació en Caracas pero murió en Santa Marta.
Atacada casi 50 veces por piratas de todas las nacionalidades, hoy Santa Marta es uno de los polos turísticos de Colombia, con resorts de arenas blancas, generosa venta de souvenirs y a menos de 4 horas por tierra de Cartagena, el destino siguiente de muchos de sus visitantes, incluidos nosotros.
Día 14: Cartagena
Cartagena, la caótica
Llegamos a Cartagena de Indias la mañana del viernes 23 tras un madrugador viaje desde Santa Marta, ciudad en la que finalmente permanecimos dos días, bajando un poco las revoluciones tras los días en Taganga y Tayrona. El viaje fue parecido al que nos llevó de Villa de Leyva a San Gil, con cambio de bus incluido, mucha subida y bajada de pasajeros y vendedores de todos los tipos subiéndose para ofrecer sus productos. El folclor colombiano en su máxima expresión.
La llegada a Cartagena fue similar. Sabíamos que el terminal de buses estaba alejado de la ciudad, por lo que preferimos tomar un taxi y evitar el sistema de transporte público, que se veía algo confuso. Desde el auto lo confirmamos. El chofer se quejaba amargamente de los largos años que ha tardado en implementarse el Trans Caribe, su versión del Trans Milenio de Bogotá, con calles repletas de gente trabajando, paraderos listos pero inutilizados, corredores para buses por los que ahora andan taxis y motos y muchísima gente cruzando, adelantando y doblando donde está totalmente prohibido.
Así fue nuestro primer acercamiento a Cartagena, con taxistas tocando la bocina a la menor provocación, ya sea para llamar la atención de un eventual pasajero, reclamarle a un motociclista, saludar a un primo que pasó en el auto del lado o simplemente porque los autos no se mueven cuando la luz está verde.

Cartagena, la amurallada
Sin un hostal reservado, optamos por irnos directamente a la ciudad amurallada. Más bien a sus alrededores. En el barrio de Getsemaní, a un par de cuadras de la muralla que rodea el centro histórico de la ciudad, caminamos por algunos minutos hasta dar con el antiguo y humilde Hotel Andrea, que ofrecía las piezas más baratas de todo el viaje.
Ya instalados comenzamos a recorrer la hermosa ciudad amurallada, donde se vive un micromundo sin taxis y con calles angostas solo interrumpidas por carrozas tiradas por caballos que transportan turistas.
Los cartaginenses debieron sacrificar hace varios siglos su privilegiada vista al mar Caribe para construir esta muralla que los protegía de los piratas ingleses y franceses. Si ahora atacan con tarjetas de crédito, antes lo hacían en barcos y llegaban en cantidades no menores a los 10 mil.
Es por ello también que se construyó el Castillo de San Felipe, que visitamos al día siguiente. Se trata más bien de un cerro pequeño cubierto de gruesas paredes y pasadizos subterráneos y desde de donde se podía defender a la ciudad con una mejor perspectiva. Yo, que alucino con los castillos y fortalezas, salí feliz tras poco más de una hora caminando por el lugar.
De vuelta en la ciudad amurallada se ve de todo. Desde tiendas de lujo mimetizadas en las antiguas construcciones, hasta hoteles boutique, los más ricos manjares en el conocido Portal de los Dulces y artesanías y souvenirs.
Tal como otras ciudades amuralladas refaccionadas casi por completo para el turismo (recuerdo Tallin, en Estonia), el lugar se convierte en el espacio perfecto para que visitantes de todos los rincones del mundo se paseen sin cuidado con sus cámaras, regateen por absolutamente todo lo que les ofrecen y se conviertan en dueños de sus calles.
Cartagena, la ondera
Desde el Castillo de San Felipe se ve con claridad la muralla que divide los extramuros de los intramuros. Pero también se ve cómo hay un sector de Cartagena donde ahora solo se construyen altísimos y angostos edificios blancos con vista al Caribe.
Es la zona de los grandes hoteles y resorts, el Miami colombiano, el verdadero motivo por el cual son miles los turistas que llegan a Cartagena todo el año. Hasta ahí llegamos también para bañarnos en las cálidas aguas caribeñas que ya habíamos probado en Cuba y la zona de Taganga y Tayrona.
Nos alejamos de la muchedumbre que se concentra en Bocagrande y caminamos hasta un lugar sin olas y con menos turistas. Optamos por no ir a las islas cercanas –que venden como verdaderos paraísos terrenales– y nos quedamos ahí, bajo un toldo con dos sillas, con una morena de nombre Lady que nos hizo masajes mientras se quejaba por la corta temporada alta.

Probamos el coco loco (mezcla de una serie de licores al interior de un coco recién abierto), seguimos tomando Club Colombia (la mejor cerveza de las que hemos visto por estos lados), sucumbimos ante las trencitas en el pelo (bueno, en realidad no yo) y terminamos durmiendo en nuestra humilde pieza de hotel mientras miramos a un par de iguanas que jugaban en el parque del otro lado de la calle.
Por la noche de nuestro tercer día en Cartagena agarramos nuestras mochilas (ahora con ropa recién lavada) y volvimos a la locura del terminal de buses para emprender rumbo al sur. Comenzaba nuestra última semana de viaje.
Día 16: Medellín
Volvimos a comprobar lo curvilíneas de las carreteras colombianas durante las 13 horas de viaje nocturno que nos llevaron desde Cartagena hasta Medellín. En un bus cómodo para dormir, con wifi y películas tontas, comenzamos nuestro viaje al sur por el lado occidental del país. Rodeando nuevamente valles difíciles de imaginar y describir, con inmensas laderas cubiertas de verde, llegamos a la ciudad alguna vez célebre por su cartel dirigido por Pablo Escobar y que hoy lucha con bastante éxito para revertir esa imagen.
La primera señal la tuvimos en el terminal, donde una mujer nos explicó con lujo de detalles el funcionamiento del sistema de transporte local, donde el metro es la gran joyita.
Llegamos a un cómodo hostal en el barrio de Laureles y luego de un par de horas durmiendo para sacarse el interminable viaje, salimos a recorrer.

Efectivamente, el metro de Medellín merece aplausos. Con una importante parte de su trayecto en altura, avanzamos hacia el norte desde la estación Estadio para llegar al fin del recorrido, lugar en el que los vagones dan paso al Metro Cable, estupendo teleférico que une el plano con distintos cerros. Alguna vez bastante menos accesibles.
Es desde ahí donde se tiene una vista privilegiada de la ciudad, un verdadero anfiteatro en el que no hay cerro que no esté construido.
Usando el mismo boleto del metro enfilamos rumbo de regreso para luego subir caminando el pequeño Nutibara, cerro céntrico en cuya cima se encuentra el Pueblito Paisa, una mini réplica de los distintos pueblos que al parecer hay por montones en el departamento de Antioquia.
El regreso al hostal lo hicimos caminando, siempre flanqueados por interminables ciclovías por las que circulan ordenados centenares de ciclistas, muchos de ellos pedaleando sobre bicicletas públicas de arriendo. No por nada la ciudad será sede en un mes más de un foro mundial de ciclismo y transporte sustentable.
Por la noche, y en vista de que los días de nuestra última semana de viaje corrían veloces, nos concentramos en ver cómo llegar a tiempo a la zona cafetera, nuestro último destino previo al regreso vía Bogotá.
Día 18: Salento
Llegar a la zona cafetera colombiana tras el exceso de cemento y ladrillos de nuestro breve paso por Medellín fue justo lo que necesitábamos. Una lluvia que había terminado poco antes de nuestra llegada a Salento había hecho que todas las plantaciones, valles y pastos brillaran con un verde intenso.
Tras 5 horas, nos bajamos del bus entre las ciudades de Pereira y Armenia, justo en el cruce donde unos minutos más tarde abordamos una buseta que nos dejó en 20 minutos en este pequeño pueblo que vive del café y los turistas que lo visitan por el mismo motivo.
De inmediato recordamos esa tranquilidad vivida tres semanas antes al legar a la silenciosa Villa de Leyva tras un par de días en la gran Bogotá.
En Salento todo parece ir más despacio, con una plaza céntrica modesta y en la que –además de su iglesia– lo que más destaca son los jeeps de todos colores que ahí se estacionan luego de transportar gente por las cercanías.

Fue uno de estos vehículos el que tomamos la mañana siguiente a nuestra llegada al pueblo para desplazarnos hacia el Valle de Cocora, ubicado a media hora de Salento y donde se puede caminar siguiendo pequeñas huellas que se comparten con caballos.
El valle está rodeado de enormes palmeras y es por ahí donde caminamos en total 12 kilómetros. Todo cubierto de pastos interminables, con algunas fincas y casonas muy bien cuidadas rodeadas por enormes montañas y cerros, hay quienes incluso describen la zona como una versión andina de Suiza. Algo tiene de eso.
Primero fueron 5 kilómetros río arriba cruzando media docena de puentes colgantes para llegar a uno de los lugares más lindos de todo este viaje. Es en la Reserva Natural Acaime donde se pueden ver, a una diminuta distancia, hasta siete tipos distintos de colibrís, pequeños pájaros famosos por el rápido batir de sus alas. De distintos colores, con colas o picos largos, se acercan confiados a comer, tomar agua o posar para una foto.
Una pareja nos recibió para explicarnos la flora y fauna de la zona, mientras tomamos una chicha de piña y un agua de panela.
Pero no solo hermosos pájaros de todos los colores llegaron a visitarnos, sino que también lo hizo una familia de cuatro cusumbos (conocidos también como coatí), pequeños y tímidos mamíferos que se acercaron luego de que el dueño de casa les ofreciera arroz en un plato en el suelo.
Nos despedimos de los administradores agradecidos por su hospitalidad y felicitándolos por su enorme trabajo de conservación de especies que solo habitan aquí, en los Andes, entre los 2 mil y 3 mil metros de altura.
Completamos la caminata, volvimos a subirnos a los pintorescos willies de distintos colores y llegamos de regreso a Salento. Si la noche anterior probamos la trucha (el plato por excelencia de la zona), esta vez fuimos por una pizza y una generosa bandeja paisa.

La mañana siguiente madrugamos y tras dejar nuestras mochilas listas a las 8 ya figurábamos por los caminos de tierra de Salento caminando los 5 kilómetros que separan el centro del pueblo de la finca Ocaso, una de las más conocidas de la zona y donde a las 9 en punto comenzamos un tour para conocer todo el proceso de plantación, recolección, secado y comercialización del café.
Con canastos amarrados en nuestra cintura, salimos a recolectar la fruta en cuyo interior se encuentran dos pergaminos del tamaño de un maní y que tras una serie de procesos de lavado, secado, descascarado y tostado se convertirán en algunos de los granos de café más codiciados del mundo.
Según nos explicaron, Colombia es el tercer productor mundial de café, superado solo por Brasil y Vietnam. Los cuartos son los indonesios, y entre estos 4 fabrican el 75% de la producción mundial.
Regresamos caminando por otro camino tan lindo como el de ida a Salento, donde recorrimos por última vez sus calles, tomamos las fotos de rigor y nos subimos a la buseta –previa compra de los tiquetes– para partir a Armenia y desde ahí a Bogotá.
Día 21: Santiago de Chile
Después de un mes escribiendo desde mi fiel pero extremadamente pequeño e incómodo netbook, estas líneas salen desde el teclado inalámbrico de mi computador en mi departamento en Chile. Estamos de regreso en Santiago, sanos, a salvo, con miles de historias y aventuras en la cabeza, con los brazos y piernas más bronceados y con la mochila ya durmiendo donde corresponde, al fondo de un clóset.
Pero recapitulemos.
Despedirse de Salento y la zona del café fue triste. Sabíamos que ese sería el último paisaje de ese tipo que veríamos en nuestro viaje. Así nos subimos al bus que nos dejó tras 8 horas de viaje en la terminal de Bogotá. Ya conocíamos el lugar, así que desde ahí llegar a nuestro hostal en la Candelaria fue sencillo.
Era tarde, pero de todas maneras nos tomamos 15 minutos para salir y comer una hamburguesa en un lugar barato de los alrededores. Nos quedaba apenas un día de viaje y teníamos que despertar bien al día siguiente.
El viernes despertamos para recorrer los lugares que dejamos pendientes en la capital de Colombia. Con el mapa de la ciudad guardado en el bolsillo caminamos rumbo al Museo del Oro, uno de los indispensables de Bogotá.
El lugar resultó ser espectacular, con exhibiciones del más alto nivel y recordándonos muchos de las ciudades y pueblos recorridos durante las últimas tres semanas.
Desde ahí partimos a almorzar al mismo lugar donde lo habíamos hecho al llegar por primera vez a la ciudad. Mientras comíamos encontramos que una estupenda guía con datos de ciudades, alojamientos y transporte en Colombia. La revisamos y nos dimos cuenta de cuánto nos habría servido tenerla durante el viaje. La mesera nos explicó que les había llegado hace pocos días.
Revisamos preciosa y datos y comprobamos que lo que habíamos recorrido estaba bien, que habíamos pagado lo que correspondía.
Desde ahí caminamos media cuadra hacia el Museo de Botero, donde vimos los cuadros que solo conocíamos por libro y las esculturas que el mundo entero ha visto alguna vez por televisión.
Cruzamos la calle para llegar al Centro Cultural Gabriel García Márquez. Ahí recorrimos largamente la estupenda librería del Fondo de Cultura Económica, un espacio enorme y acogedor donde, claro, todos los aplausos de los lleva Gabo. Revisamos decenas de ediciones de sus libros, recopilaciones y otras cosas más.
Salimos de ahí con tres libros bajo el brazo y nos dirigimos a la Carrera Séptima, calle famosa por su comercio callejero. Cécile se pintó las uñas con motivos adhoc al país mientras yo recorrí otras tiendas de deportes y música.
Por la noche y ya con las mochilas semicerradas nos comimos un shawarma en los alrededores, revisamos correos y dejamos todo listo para despertar a las 3:40 de la mañana del día siguiente. Un taxi nos recogería en el hostal para llevarnos al aeropuerto El Dorado. El final de esta historia ya está escrito.
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